Buscar este blog

EL LUGAR DEL SECRETO

(Un Tal Duarte)

Todavía un temblor recorre mi espalda cuando recuerdo esas noches extrañas, largas noches de insomnio que se prolongaban por las calles, por los pasadizos, por los recovecos y las paredes de las casas.


Ocasiones en que una luz blanca descendía desde las nubes filtrándose por las ventanas mal cerradas, por las aberturas de las puertas, por sus rendijas, expandiéndose por el suelo como agua derramada. En esas situaciones, si una mano se sentía tocada, o un pié se veía alcanzado por el haz, se escabullía como un ratón, escondiéndose. Lo peor no era la luz, su presencia brillante y delatora, sino el ruido penetrante que le acompañaba siempre, siempre, haciendo temblar las paredes y los muebles, vibrar los escasos vidrios. El techo parecía querer desprenderse empujado por esa furia que volaba en la oscuridad. La náusea se acercaba a nuestras gargantas anunciando el vómito verde del miedo.

En alguna oportunidad miré a través de las aberturas y vi sombras que caminaban lentas, cautelosas, cubiertas con grandes mantas, portando armas que se dibujaban al contraluz. A veces se escuchaba, al otro lado de las débiles paredes, el roce de los cuerpos que avanzaban buscando. Se percibían sus murmullos, sus respiraciones agitadas.

Debajo de las casas había un mundo de túneles, húmedos y estrechos, por donde se deslizaban, a menudo con poca suerte, los perseguidos.

Tantas veces recorrieron las sombras nuestros lugares, nuestros escondrijos. Tantas veces pasaron por el lado o por encima del secreto, que vivíamos atentos a su aparición repentina, a su presencia de fantasmas.

También solía ocurrir que escucháramos el ruido de puertas derribadas, vidrios que se quebraban, muros que se caían con estrépito de huesos.

Al final quedaban sólo las tinieblas coronadas por un llanterío de ancianos y de niños, por un llanterío de hombres y mujeres, por un aullar de perros. Al final quedaban en el aire olores a cloaca y a pólvora, a humo de incendio, a muerte. La noche temblaba ciega en los rincones.

Las horas caían como gotas sucias, caminando cansadas hasta el amanecer.

Con la llegada del nuevo día, íbamos por las calles sin mirar las casas heridas, sin reparar en las manchas púrpura de la tierra o de los muros, sin preguntar por las ausencias. Callados. Silenciosos. Preguntándonos si aún el secreto permanecía en su lugar.


(Sept. 12 de 2003)

No hay comentarios: